domingo, 14 de junio de 2015

Reñida pendencia entre un viejo y una vieja

Leonardo da Vinci - Dibujo de cabezas grotescas de viejo y vieja
De la imprenta madrileña de la calle Juanelo, sin año, esta reñida pendencia entre dos viejos. La imprenta de la madrileña calle de Juanelo no es otra sino la dirección donde tuvo el despacho el impresor José María Marés desde 1845 a 1873-74 y a partir de 1875 el impresor Manuel Minuesa.

Pérez Galdós, en su novela La desheredada, publicada en 1881, como buen conocedor de los entresijos madrileños, se inspira en el editor de romances y aleluyas José María Marés o más bien en su sucesor Manuel Minuesa, para describir aquella afamada imprenta de la calle Juanelo, que menciona, pero asociándolo al ficticio tipógrafo catalán Juan Bou.

El personaje de Juan Bou, cuyo apellido significa en castellano buey o toro, le sirve muy bien a Galdós para caracterizar al tipógrafo catalán enamorado de Isidora Rufete, la protagonista de la novela, bajo un aspecto exterior fiero pero con un interior bondadoso y tierno. Galdós lo describe de esta manera: 'Juan Bou era un barcelonés duro y atlético, de más de cuarenta años, dotado de esa avidez de trabajar y de esa potente iniciativa que distinguen al pueblo catalán' (II, IV, 292). De esta forma, Galdós caracteriza al personaje y lo sitúa en un ambiente y escenario propicio para describir las reivindicaciones obreras de finales del siglo XIX y fundamentar las ideas anarquistas y liberales propias de los trabajadores de las imprentas, sobre todo de la entonces más industrializada Cataluña, y que en la trama de su novela traslada a Madrid. Recordemos también que Pablo Iglesias, fundador del Partido Socialista, fue también tipógrafo.

Galdós conocería de primera mano la imprenta de la calle de Juanelo y aprovecha su conocimiento para dotar de verosimilitud al relato e incidir en los convulsos movimientos de corte anarquista del último tercio del siglo XIX.



En relación al pliego que reproduzco y a las noticias que ofrece sobre la distribución de pliegos entre los ciegos y vendedores ambulantes copio, por su interés, un fragmento de dicha novela (Capítulo IV de la segunda parte).

El único vicio de Juan Bou, si vicio puede llamarse, era la Lotería. No había extracción en que no comprase su par de décimos. Era para él este juego nacional una forma hipócrita de la administración socialista. Tenía muy mala suerte; pero no desmayaba, y sabía escoger siempre los números más bonitos. Con todo, no había tenido más ganancias que las de su trabajo. Así, desde que sacó adelante el negocio de las cenefas, estableciose en la calle de Juanelo, donde tenía un taller grande, aunque incómodo. Compró algunas piedras más de gran tamaño, una hermosa máquina de Janiot, guillotina, glaseadora, buenas tintas, aparatos de reducciones y otras cosas. Su iniciativa no descansaba. Comprendiendo que algo de imprenta no venía mal como auxilio de la litografía, adquirió cajas y máquinas, y se quedó con todas las existencias de una casa que trabajaba en romances de ciegos y aleluyas. El material de planchas y grabados era inmenso, y se lo dieron por un pedazo de pan. Montó también esta especulación en gran escala, y los ciegos pudieron comprar la mano de romances a un precio fabulosamente barato. Las cacharrerías, las tiendas de arena y estropajo y los vendedores ambulantes se surtían por muy poco dinero de aleluyas del antiguo repertorio, y de otras nuevas con soldados franceses o españoles, moros o cristianos.
El establecimiento era un verdadero laberinto, como formado de distintas piezas, que se habían ido agregando poco a poco, según las necesidades de ensanche lo pedían. Ocupaba la imprenta destinada a romances y aleluyas la peor y más lóbrega parte. Todo allí era viejo, primitivo y mohoso. La máquina, sonando como una desgranadora de maíz, tenía quejidos de herido y convulsiones de epiléptico. Consagrada durante seis años a tirar un periódico rojo, subsistía en ella un resto, un dejo de la fiebre literaria que por tanto tiempo estuvo pasando entre sus rodillos y su tambor. Las cajas, donde yacía en pedazos de plomo el caos de la palabra humana, eran desvencijadas, polvorientas y sudaban tinta. Habían servido para componer papeles clandestinos, y conservaban el aspecto de la negra insidia, que trama sus actos en la sombra. La horrible guillotina, cuya enorme cuchilla lo mismo podía cortar un librillo de papel de fumar que una cabeza humana, ocupaba el ángulo más sombrío de la sucia estancia, que más parecía una bodega o sótano que taller del Arte de imprimir, soberano instrumento de la Divinidad, vicario de la Providencia en la Tierra. Viendo aquellos trebejos, se podría sospechar que el tal Arte había sido encarcelado allí para expiar las culpas que alguna vez, por andar en malas manos, ha podido cometer.




Antonio Lorenzo

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